Mi vida siempre ha sido difícil, desde que era pequeña sentía soledad y la pobreza rondaba mi hogar para dejarnos hambre, miseria, enfermedad y mucha tristeza. Y no es cierto que por ser provincianas somos tristes, que esas canciones que inventan los "criollitos" sobre el indio o indígena sean reales. Al menos yo no deseo que me tengan lástima, porque puedo ser muy fuerte y no depender de nadie.
Nací en el valle sagrado, todos los que conocen este lugar, saben que Cuzco tiene mucha energía que se desprende desde lo más profundo de la tierra, un lugar lleno de historia pero también de riquezas alimenticias y mucha tranquilidad. Mi madre era muy joven cuando me tuvo y solo sobrevivió algunos años, pues éramos las dos solas en el mundo y ella trataba todos los días de conseguir algo para comer, ayudando en la limpieza de las casas. Nunca nos falto alimento, pero ella sabía sobre su funesto destino, es entonces que me dio un sabio consejo; me dijo que ante todo debía ser fuerte y no llorar si algo malo ocurría, que una persona e incluso los animales podía morir de tristeza si se dejaban vencer en la vida, ella no quería que eso me sucediera.
Pasaron los años y en mi cumpleaños número nueve, mi madre me llevó a una iglesia y me presentó a un sacerdote, me dijo que si en algún momento ella no estuviese a mi lado, debía buscarlo a él, que esa persona que parecía buena, se haría cargo de mi y que me ayudaría a estudiar para ser profesional, que ese era su sueño y que tal vez no podría verme cumplirlo. En esos momentos sospeché que algo andaba mal, que tal vez eran pocos los días que gozaría de la presencia de mi madre. Una noche, hacía mucho frío, así que nos recostamos a dormir muy juntas, pues compartíamos solo una cama; mi madre me contó una historia en la cual me mencionó que mi padre era una persona muy influyente y con mucho dinero, que la familia de él no estaba de acuerdo con la relación que tenía con mi madre y por eso, nunca lo pude conocer, pero lo que sí me dejó, fue su pomposo apellido, como si eso fuera a servirme de algo o salvar a mi madre de su enfermedad. Esa noche ambas lloramos recordando a mi padre, que tal vez, pudo darnos una vida mejor y evitar así nuestra pobreza.
Desperté con mucha hambre al día siguiente, pero mi madre no lo hizo más, tenía una enfermedad extraña, que como ella decía, se agravaba cuando sufría por los recuerdos y por la vida que no pudo darme, ella había muerto sufriendo por aquel amor que no logró ser; murió de tristeza. Mi mentalidad infantil no podía creer que eso fuera real, pero decidí cumplir con la promesa que le hice de ir a ver al sacerdote y pedirle la ayuda, que él a su vez, le prometió a mi madre en vida. Me despedí del cuerpo de mi madre con un beso en la frente y fui en busca del hombre amable sin saber lo que podría ocurrir más adelante...
Ha pasado algún tiempo, pero aún sueño con mi madre, que me habla, que me abraza y me dice que sea fuerte; cuando despierto soy consciente de que los sueños no son reales. Aquí en la iglesia, no me falta alimento, tampoco vestido, realizo labores de limpieza y estoy atenta en las misas, pero siento que no es suficiente, que mi madre no estaría feliz de saber que no estoy yendo a la escuela y es lo que amablemente le comento al padre a modo de sugerencia, él me dice que muy pronto estaré estudiando con otros niños, pero que antes realizaremos un viaje.
Así llegamos a otra ciudad, viajamos en tren, puedo notar que el padre es un hombre bueno y generoso, él quiere que sea monja porque en aquí, las monjas son las personas más educadas, saben leer y escribir, cocinan, y son consideradas de una buena clase social. Pero al contrario de lo que piensa el padre, no considero que ese sea mi destino, ni mi vocación. Al llegar veo una casa grande rodeada de tierras, parece una hacienda y cuando más nos aproximamos aparecen dos niños y una mujer que sale corriendo a abrazar al padre, le da un beso, es su pareja en secreto.
Permanecemos en la casa algunos días y el padre le dice a su mujer que debe enviarme a estudiar con sus hijos, la mujer, acepta y le dice que en esa casa seré una hijas más para ella; pero eso no fue del nada cierto, pues a los días siguientes que el padre se fue y me dejó en aquella casa, la mujer, me retuvo como su empleada, sin un sueldo más que un plato de comida y sin educación. Es así que crecí con un rencor muy grande en mi ser, al ver como sus hijos iban a la escuela y yo solo recibía maltratos de parte de esa mujer y muchas veces me dejaba sin comer. Cuando cumplí una edad determinada y aprendí algunos oficios dentro de la misma casa, decidí escapar, pues ya era mayor de edad y nadie podría retenerme a la fuerza. De aquel sacerdote no quise saber más, tampoco de su familia secreta, pues en el pueblo él era una figura intachable y perfecta que al ser tan amable, las personas no creerían lo que de él les comentaría.
Entonces, decidí dejar el pasado y viajar al interior de la ciudad con algún dinero que tomé de aquella mujer explotadora y conseguí trabajar en un mercado, vendiendo frutas. Sentía que lo peor ya había pasado, para iniciar una nueva vida y ser feliz, como tanto lo había anhelado mi madre aunque no tuviese educación alguna, pues, en el mercado me enseñaron a contar dinero y era especialista en ello así como en las ventas.
La vida cuenta con ciertas etapas, algunas de las cuales no podemos dejar pasar, había vivido encerrada en esas casa tanto tiempo que no había podido hacer amigos, ni conocer las calles de mi ciudad; por los azahares de la vida llegó a mi, aunque tardíamente una etapa de la cual no me arrepiento pero que me causó mucho dolor: me enamoré. Conocí a ese hombre porque trabajaba en la empresa de ferrocarriles que transitaban por la ciudad y cuando arribaba en el pueblo donde trabajaba, él paseaba por el mercado para comprar algunas frutas, ahí fue cuando lo conocí. Era un hombre importante por su vestimenta, no parecía de clase baja, al contrarío, su familia tenía muchas tierras; además por su estatura, era imponente pero a la vez amable, siempre me contaba de sus viajes y me prometía matrimonio, una familia feliz, además, que dejaría de trabajar en el mercado.
Me hizo muchas promesas, que no dude en creerle, pero con el ejemplo de mi madre, decidí tomarme un tiempo para pensar en las decisiones que tomaría, finalmente me casé y él me compró una casa en la que no solo estaríamos los dos, sino el bebé que pronto llegaría a nuestras vidas.
Los días eran hermosos nuevamente, recordaba mi infancia, aunque la familia de él no estaba de acuerdo con nuestro matrimonio, pero me sentía feliz porque ese hombre me apoyaba e incluso nos proveía de todo lo necesario para vivir bien. Nació nuestra primera hija y todo era felicidad, aunque mi esposo viajaba por trabajo, pero siempre que podía nos visitaba y me dejaba mucho dinero para los gastos de la casa y de nuestra hija. Pronto vino el segundo embarazo cuando mi niña tenía cuatro años; mi esposo, no quería que me enfermara, así que contrató a una empleada para que me ayudara con la casa, incluso con mi hija. Y así fue, nos hicimos muy amigas y le conté todo sobre mi vida, ella al parecer era muy buena, pude dar a luz sin complicaciones y tuve un hijo varón.
Aunque ya no necesitaba su apoyo, la empleada aun continuaba en mi casa apoyándome con las labores del hogar, mientras mi hija ya empezaba a asistir a la escuela y mi hijo aprendía a caminar. Mi esposo decidió entonces permanecer más tiempo en la casa por lo que renunció a su trabajo y compró algunos terrenos en la ciudad que pronto se convirtieron en hospedajes, de eso viviríamos ahora, sería nuestro negocio familiar. Nos encontrábamos felices y en familia, que sentía que había cumplido con la promesa que le hice a mi madre, de ser fuerte y salir adelante, pronto se sumó a la familia una mascota, un pequeño perrito que quería tanto y mis hijos también.
La estación estaba cambiando y con ella se avecinaba algo nuevo en mi vida, ya que, al regresar un día a mi casa con mis hijos del colegio, encontré a mi esposo en la misma cama que mi empleada, quien decía ser mi mejor amiga. Mi mundo se vino abajo, pero prometí no sufrir y ser fuerte...
Qué podría hacer, sino decirle a ambos desgraciados, que se fueran de mi casa, me sentía herida y traicionada; pero no podía mostrar dolor alguno, pues mis hijos lo notarían, no quiero que ellos sufran porque no se merecen vivir así, pero debo ser fuerte y seguir adelante por ellos. Pero no podía hacer nada para cambiar la situación, no soy mujer de tolerar las mentiras y tampoco soy dependiente de alguien para vivir, sé trabajar y estoy segura que nada les faltará a mis hijos, seré padre y madre para ellos.
Mi esposo se fue y lamentablemente mis hijos notaron su ausencia, sin embargo, el más afectado fue mi último hijito que pronto se enfermó y dejó de comer. Tenía una intensa fiebre y dolores en todo el cuerpo, lo llevé al médico pero me dijo que era solo una fiebre alta, solo le ponía compresas de agua fría y alcohol. Algo en mi interior me decía que era la enfermedad de mi madre y no sabía como detener a la muerte, pues amaba a mi pequeño Manuel y no quería perderlo. Un día, mi pequeño ya no despertó, por más que lo tuve entre mis brazos brindándole todo mi amor y fortaleza, él había muerto; sentía tanto dolor que no me dejaba respirar, pero también sentía rabia, pues por la culpa de su padre mi hijo había muerto, por su abandono y falta de amor. Mi familia se destruía poco a poco, esto parecía una maldición y sentía por momentos que quería morir con ella, pero al ver el rostro de mi hija tomaba coraje para enfrentar todo lo que se vendría, ya que, como en todo pueblo, los rumores de la muerte de mi hijo llegaron a la familia de mi esposo y pronto regresó a nuestra casa, pero no para quedarse, sino para culparme de la muerte de mi hijo e intentar golpearme. No logró hacerlo pues su hija que aun seguía viva, lo observaba pero ya no lo quería como antes; él me pidió el divorcio, porque se casaría con esa mujer con la que me había engañado, además me mencionó que no me enviaría más dinero por ser una madre irresponsable, que merecía pagar por la muerte de nuestro hijo.
Cuando me siento sin fuerzas pienso en mi madre y en su muerte, eso me da valor para enfrentar todo lo que vendrá, además mi hija merece que viva para ella, para que no pase lo mismo que yo, cuando perdí a mi madre. La tristeza es una enfermedad que deteriora el organismo y poco a poco te deja débil hasta que un día tu corazón se apaga, es como si vivieras con un dolor inmenso en tu ser y que ningún medicamento puede curar, como si te condenaras a muerte.
Y las tragedias siguieron llegando, pues mi esposo quería llevarse a mi hija, que era lo único que me quedaba, hasta que llegó el terremoto de 1950 que sacudió Cuzco, y me quedé sin hogar y por tanto tendría que volver a trabajar en el mercado, así escapé con mi hija de ese lugar, dejando recuerdos atrás, de felicidad, de familia, de mi hijo, de un esposo bueno y la mascota que tanto amaba que nos siguió por todo el camino, pero que tuvimos que dejarlo porque no podíamos mantenerlo y que, con el tiempo, murió de tristeza...